El día más hermoso

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"Hoy es el día más hermoso de nuestra vida, querido Sancho; los obstáculos más grandes, nuestras propias indecisiones; nuestro enemigo más fuerte, el miedo al poderoso y a nosotros mismos; la cosa más fácil, equivocarnos; la más destructiva, la mentira y el egoísmo; la peor derrota, el desaliento; los defectos más peligrosos, la soberbia y el rencor; las sensaciones más gratas, la buena conciencia, el esfuerzo para ser mejores sin ser perfectos, y sobre todo, la disposición para hacer el bien y combatir la injusticia donde quiera que estén." - Don Quijote.

Es difícil ir por la vida sin tener una hoja de ruta. Sin tener un destino y una guía. Sin tener un sueño y una razón para levantarse cada mañana. El párrafo que nos antecede, sin duda inspirador y hermoso por su claridad y contundencia, es una oda a la virtud, a ese don tan olvidado que debiera formar parte del ADN de nuestras horas, de nuestro tiempo. Es una especie de canto a la buena vida, a la vida plena, a la vida vivida a concho. Por eso comienza diciendo que ese día, era el más hermoso de sus vidas. Pudo haber sido ayer o mañana, pero ESE día era el más hermoso, igual que el de ayer, igual que el de mañana. Aquí no se habla del "puede ser un gran día" de Serrat, ese potencial molesto que se nos presenta como si la vida se tratase de ir tomando oportunidades o haciendo lo que se nos plazca, en busca del placer fútil y carente de sentido trascendente. No. El día del Quijote es hermoso por cuanto nos abre la realidad del ser, la expresión del existir, el espejo del experimentar la vida como una sentencia de libertad.

Los obstáculos más grandes son nuestras propias indecisiones. Un obstáculo es algo que impide llegar a destino, y sin duda alguna que la vida no es otra cosa que un tejido colorido donde cada hilo es una acción y donde cada nudo es una decisión. Cuando no decidimos, la vida se nos pasa plana, y no hay tejido. Es sólo una madeja confusa, igual a tantas. Es una justificación por si misma, el ser por el ser. La indecisión nos vuelve permanentes, y la decisión es el calor de la vida, que hace ebullir cada segundo de nuestra existencia con el cambio y la trascendencia.

Nuestro enemigo más fuerte, el miedo a los poderosos y a nosotros mismos. El miedo nos congela, nos inmoviliza. El poderoso, cualquiera sea el origen de su poder, vive de nuestra inmovilidad, de nuestra indecisión. Succiona desde el fondo de nuestro miedo su miel. El miedo al poderoso nos anula, nos aniquila como seres libres, nos enjaula en nuestras propias experiencias y prejuicios. El miedo a nosotros mismos es el más terrible de todos. Es el miedo a nuestra historia, a nuestras experiencias, a nuestras derrotas. Es el miedo a perderlo todo sin tener nada. A nuestras consecuencias, a nuestras decisiones, a nuestra responsabilidad. El miedo a nosotros mismos no sólo nos congela, sino que nos niega y ciega, nos nubla, nos vuelve incapaces de volvernos sinceros con nuestras capacidades y nuestros defectos, y por lo tanto, no podemos aspirar a nada más que lo que somos en un momento determinado.

La cosa más fácil, equivocarnos. ¿Cuántas veces nos hemos equivocado?. Sin duda alguna más que las veces que hemos acertado. Y es por ello que el error es una constante en nuestra vida, es una variable omnipresente en esta eterna ecuación que es la vida. Nos equivocamos porque no sabemos lo que queremos, porque no sabemos como obtener lo que queremos, porque no nos conocemos, o lisa y llanamente, porque hacemos algo mal, fuera de norma. El camino de la rectitud es un camino angosto, duro y largo, pero es el único que lleva a la tierra prometida. La buena fe en la buena vida nos devuelve la capacidad de asumir nuestros errores y aprender de ellos con humildad y sinceridad, sin miedo a nuestras propias culpas. El que no se arriesga, no se equivoca, pero tampoco cruza el río.

La cosa más destructiva, la mentira y el egoísmo. El vicio y la falta de buena vida nos llevan a pensar en nosotros mismos y no en nuestros semejantes. Nos aleja de la posibilidad de ser humanos en cuanto seres sociales, destruyendo las confianzas para constuir nuestros propios palacios dorados. La mentira es el escudo del egoísta. Es la espada del envidioso. La mentira es capaz de pulverizar la virtud y transformarla en un calvario. El egoísmo nos vuelve amargos y tristes como Keane, nos aleja de nuestra buena vida y nos hace presos de nuestros propios miedos auto provocados. La mentira es la razón del egoísta.

La peor derrota, es el desaliento. La peor derrota es el desaliento porque nace de nuestras propias limitaciones, nuestros miedos y egoísmos. Es una derrota que cuesta sacudirse porque nos embarga, nos inunda y determina. El desaliento reafirma nuestros temores volviéndolos omnipresentes, ahoga nuestras capacidades y nubla nuestras metas y sueños. El desaliento es el cáncer del alma, es la conformidad, la renuncia a la buena vida, a la libertad.

Los defectos más peligrosos son la soberbia y el rencor. La soberbia nos aleja de nosotros mismos; es la mentira que nos inventamos para dibujar una silueta que no nos pertenece, es una máscara que cubre la podredumbre de la soledad y de la falta de confianza en uno mismo. La soberbia es el arma para enfrentar el cosmos, y el escudo del microcosmos. Nos vuelve arrogantes, pedantes, esclavos de nuestros vicios y de nuestra propia imperfección. Nos transforma el alma bruta y la razón en un ciego sin cura. El rencor es la falta de perdón, y por lo tanto, es el esfuerzo por ponerse encima de la humildad del semejante. El rencor no perdona al prójimo y nos condena a sufrir, a gastar nuestras energías en odiar a causa de nuestro propio sufrimiento. Es el alimento del egoísmo. Podemos sentir rencor con nuestros seres queridos, con nuestra historia, con nuestro presente y sus contextos, con nuestros semejantes; en resumen, con nuestra vida. El rencor es expresión de nuestra mísera pequeñez.

Las sensaciones más gratas, la buena conciencia, el esfuerzo por ser mejores sin ser perfectos, y sobre todo la disposición a hacer el bien y combatir la injusticia donde quiera que estén. ¿cuántos de nosotros podemos decir que tenemos una conciencia plena?. La buena conciencia es el secreto de la plenitud, de la felicidad. El vicio es su tentación, el martillazo sobre la piedra cúbica, la arena en el ojo. La conciencia es la voz de la ética natural y universal depositada en nosotros, como el grano de mostaza de la parábola. Es el reflejo de la buena vida y su más natural complemento. La buena conciencia es la voz del aliento, el combustible de nuestro motor, que son nuestros sueños.

Como se puede ser mejor sin querer sin perfecto. Vaya que cuestión más interesante. El egoísta busca la perfección y el sabio busca ser mejor cada día; la perfección es una ilusión, un caleidoscopio con tantos colores como ojos lo miran, y por lo tanto, un inalcanzable. El querer ser perfectos nos vuelve rencorosos contra nosotros mismos, nos vuelve impotentes frente a nuestros defectos, nubla nuestras virtudes y nos vuelve egoístas y amargos. Los sabios buscan ser mejores porque saben a que pueden aspirar y a lo que no pueden llegar, y trabajan sus defectos para mejorar sus virtudes. Se construyen día a día, cultivan la buena vida negando el vicio, obviando la necesidad del mundo con su implacable doble personalidad. Los sabios buscan dentro de si mismos las preguntas que les hace el mundo, y procuran vivir acorde a su buena conciencia.

La disposición a hacer el bien y el luchar contra la injusticia. Hacer el bien puede parecer complejo, pero sentémonos a pensar. Somos humanos en cuanto formamos parte de una especie cuya principal característica es que lo único que nos explica es reflejarnos en la retina de otro ser humano, y procurar nuestra trascendencia. Hacer el bien es vivir la buena vida, acorde a nuestra buena conciencia, para nosotros, y nuestros semejantes. Es estar en armonía con las leyes de la naturaleza, procurar trasncender en la alegría y en la emoción del otro. No se puede procurar hacer el bien sin luchar contra la injusticia. ¿Dónde está la injusticia?. Donde no haya paz. La ética nos insta a vivir la buena vida procurando la buena vida de los demás, y donde hay injusticia, hay un semejante que sufre, y nosotros, en nuestra buena conciencia, sufrimos a través de él. Luchar contra la injusticia es luchar contra los vicios del mundo, y por lo tanto, debemos primero sacudirnos de ellos, sentirnos dignos de nuestra condición de humanos y hacer del valor, la verdad, el amor y la pasión la única forma de vivir la vida.